Foto:Alumnas de Diamela Eltit, del 3ºB del ex Liceo Nº 13 de Niñas de Providencia (Carmela Carvajal de Prat). Año 1982.
De pie, de izquierda a derecha: Verónica San Juan, Alejandra Cortés, Fabiola Sanhueza. Sentadas, de izquierda a derecha: María José (no recuerdo), Lorena Edwards y Eliana Acevedo.
El martes 17 de octubre, a las tres de la tarde, me senté en una larga mesa, junto a las escritoras Lina Meruane, Andrea Jeftanovic, Carina Muguregui y el escritor Nicolás Poblete. Estábamos ahí para decir algunas cosas sobre nuestra experiencia con la escritora chilena Diamela Eltit. Claramente yo era una invitada de piedra, una infiltrada en esta larga mesa, dispuesta en el Instituto de Letras de la Universidad Católica. Estaba ahí por haber compartido con Diamela en el Liceo Nº 13 de Niñas de Providencia. Ella como profesora de castellano y yo como su alumna entre los años 1981 y 1983.
Esto escribí, esto leí en el "Coloquio Internacional de Escritores y Críticos, en homenaje a Diamela Eltit":
Acerca del nombre de esta mesa
Cuando vi impreso el título de la mesa en que nos encontramos –“Se hace arte para no morir: Diamela el trabajo de taller”- estuve por llamar a Rubí Carreño, la organizadora de este coloquio, y decirle que me estaba cayendo de la mesa. Que no cabía en la larga mesa de escritores que han pasado por el taller de Diamela Eltit. Que quedaba colgando del mantel, que mi historia era otra, una pre-historia, tal vez, situada en un espacio y en un tiempo muy distintos.
Retrasé el llamado y pensé de qué modo podía sentarme junto a Lina, Andrea, Nicolás y Carina, todos talleristas de Diamela, en distintos períodos. Intenté asimilar el trabajo de taller con el aula de clases de un liceo fiscal, donde fui alumna de Diamela, entre los años 1981 y 1983. Las diferencias, tan notorias, me volvían a botar de la mesa. Veía muchachas de jumper, calcetines de nylon azul y delantal a cuadros celestes, sentadas en pupitres con cubierta de melamina, y no me calzaba con la escena de una biblioteca, una década después, con la misma Diamela rodeada por un grupo de hombres y mujeres que, en un acto voluntario, hacían circular sus textos semana a semana, en busca de una lectura crítica de sus relatos. .
Intenté un nuevo ejercicio y pensé al revés: ¿En qué se asemeja el trabajo de taller literario a un trabajo de aula escolar, acotado por lecturas obligatorias? Con esa torsión logré, creo, aproximar el aula al taller. Vi que por esos años en las salas del Liceo Nº13, hoy Carmela Carvajal de Prat, también circulaban textos en hojas de papel roneo, salidas del precario esténcil; hojas ásperas, rugosos que traían cuentos o poemas aprobados por la Unidad Técnico Pedagógica. No eran textos escritos por nosotras, pero circulaban y estaban ahí para decirnos “Se escribe para no morir”.
“El burlador de Sevilla”, “Fuenteovejuna”, “El lazarillo de Tormes”, “La Galatea” o “Las Églogas” de Garcilaso de la Vega pasaban por nuestros manos y aprendíamos, unas más, otras menos, que las clases de castellano eran bastante más que formas o estructuras gramaticales; bastante más que la diferencia entre un soneto, un romance o versos octosílabos. Que el castellano era un Árbol plantado por María Luisa Bombal o un Olmo seco plantado por Antonio Machado.
Tal vez, sin saberlo, asistí a los primeros talleres o pre-talleres literarios de Diamela Eltit. Nunca le mostré mis textos ni mis crónicas con apuntes urbanos sobre la protesta social, pero fui conformando un lenguaje, un estilo de escritura que se complementaba con otras raíces: la raíz libre pensadora de mi abuelo Carlos Wolff Palma, y el rigor gramatical de María Graciela Quezada, mi profesora de castellano entre los años 1978 y 1980. Ni ella sabía de esos pre-apuntes periodísticos ni yo sabía que Diamela empezaba a escribir la memoria de un país quebrado.
Todas estas lecturas, desde el Rider Digest de mi abuelo coleccionista, hasta las clases de aula que he bautizado como pre-taller, me llevarían en 1984 a matricularme en la desmembrada Escuela de Castellano del ex Instituto Pedagógico y luego en el Instituto de Letras de la UC, para, finalmente, terminar en la Escuela de Periodismo de esta universidad.
No hay novelas en este proceso de aulataller, por eso he traído pequeñas historias, más que nada fragmentos afectivos, entre una profesora y una alumna de liceo fiscal.
Aquí los fragmentos:
Avenida Italia esquina Marín. El lugar de los hechos
A unas diez cuadras de la pequeña calle La Tranquera está el Liceo Nº 13 de Niñas de Providencia. Me han matriculado ahí, a pesar de que mi profesora de la Escuela Nº 41, doña Irma Urzúa, ha recomendado que es mejor que vaya a una Escuela Técnica. Que para mi futuro es mejor así. Pero a pesar de la sugerencias, ese lunes de marzo de 1978 llegaré al séptimo de enseñanza básica, en la jornada de la tarde. Voy con el entusiasmo de una niña de doce años. Aún no sé que este liceo es una especie de oficina de propaganda del pinochetismo ni que su directora, doña Inés Huerta, es una activa militante de la dictadura militar; ni que Lucy Mateluna, la profesora de educación musical, intentará adoctrinarnos con su verborrea musical No tengo cómo saber que expulsarán a mi primera profesora de castellano, María Graciela Quezada ni que en algunos años más nos vigilarán en los baños para que no pintemos leyendas contra la dictadura. En esta tarde de 1978 no puedo saber que un día de 1983 seremos acorraladas en la cancha del liceo por doña Inés Huerta y sus inspectoras, tras sumarnos a una de las protestas nacionales.
Tampoco sé que por la reja de Avenida Italia veré entrar a una mujer de pelo muy corto que vendrá de la mano de un niño de pelo cobrizo ni que esta mujer será mi profesora de castellano en tres años más. No tengo cómo saber que su nombre es Diamela ni que se desliza por las calles de Santiago dejando algunas marcas para la memoria social y visual de Chile. No sé que significa CADA ni sé qué es un video instalación.
Tantas cosas que no sé.
Televisores en el Bellas Artes
Sábado o domingo de algún mes de 1981, Museo de Bellas Artes. Tal vez he venido con mi abuelo o tal vez con Alejandra Cortés, mi amiga y compañera de banco en el 2º B del Liceo Nº13. No sé si he venido a hacer una tarea o sólo he venido a mirar alguna exposición. Mirar por mirar, sin instrucciones pedagógicas. Mi vista recae en un grupo de cuatro televisores en blanco y negro. Camino hacia ellos, ahora estoy más cerca, miro y no logro entender lo que proyectan las pantallas. Sólo veo una imagen fija de una montaña; puede ser la cordillera de Los Andes. Supongo que mi cara refleja mi desconcierto, pero aquí no hay ningún guía que me saque de esta ignorancia. Lo único que entiendo es que allí hay un nombre que reconozco. Damiela Eltit y Lotty Rosenfeld son las autoras de “Trapaso Cordillerano”, y Diamela Eltit es el nombre de mi nueva profesora de castellano. Ésa que lleva botas café, ésa que viste distinto, ésa que lleva el pelo corto y que tiene un lunar cerca de la boca. Ésa que camina en la sala entre una fila y otra de pupitres, como en una maratón. Ésa que no se parece a las otras profesoras. Ésa, que extrañamente, nos llama “Pajarito” o “Linda”.
La clase siguiente no digo, no pregunto. Tal vez exista otra Diamela Eltit y, ésta, la de las caminatas dentro del aula, nada tenga que ver con la de los televisores. O tal vez sea una en dos.
Es tan poco lo que sé.
El amigo de Diamela
Estamos en el comedor de Lorena Edwards, una alumna del 3º B y una de las tantas muchachas que, junto a Alejandra Cortés y Amparo Gutiérrez, hemos invitado a participar en la Comunidad Cristiana de Estudiantes Fiscales, COCEF, un pequeño grupo de raíz católica creado por el Cardenal Raúl Silva Henríquez el 6 de junio de 1982. La casa de Lorena está ubicada en la Población Chile, en el paradero 3 de Avenida Vicuña Mackenna. Esta tarde nos acompaña un estudiante del Seminario Pontificio Mayor. El Chico Bustamante está a punto de revelarnos algo que nos va sorprender. Ya no será lo mismo cuando volvamos al Liceo y Diamela abra el libro de asistencia. El Chico Bustamante está a punto de decirnos que es amigo de Diamela, que Diamela es escritora, que acaba de terminar un libro y que el libro se llama “Por la patria”. El seminarista lo está terminando de decir y nosotras estamos boquiabiertas.
Y nosotros con ella y sin saber. Sin saber que la inquieta caminante ha escrito un libro. Y no sólo un libro, sino que ha estado protagonizando la historia de la resistencia cultural desde fines de la década del 70.
Y nosotras sin saber.
De vuelta a clases no decimos nada no preguntamos nada.
Ya habrá un día, un momento, un lugar.
El tocadiscos de mi padre
Cuarto año D, 1983. He sido expulsada de mi curso de origen. Dicen que Inés Huerta, la directora, ha dicho que soy una “líder negativa”. No tengo certeza de lo que dicen que dijo, pero he ido a parar al 4º D, por la buena voluntad de Lucy Silva, mi joven profesora de matemáticas.
Se me revuelve la vida, no conozco a nadie, no quiero estar aquí. Diamela sí está aquí con su caminata entre pupitres. ¿Por qué caminará tanto Diamela dentro de la sala de clases? A veces pienso que se siente tan enjaulada como nosotras y que ella también es un Pajarito. Otras veces creo que va tramando algo entre un paso y otro de sus botas, no sé qué, pero la veo como si estuviera aquí y allá. Más que nada allá.
Me siento en la primera fila de esta sala junto a la alumna Doris Kern; a mis espaldas se sienta mi nueva amiga MyriamVásquez. Myriam ya sabe que cuando egresemos en pocos meses más, deberá partir a Inglaterra, en este nuevo grupo de exiliados silenciosos.
Diamela nos ha propuesto disertar sobre los poetas de la Generación del 98, yo elijo a Antonio Machado.
Esta mañana tomo dos objetos queridos para complementar mi exposición: el tocadiscos portátil Phillips que me dejó mi padre antes de partir a Nueva York, en 1977, y el elepé que dejó Ximena, mi tía, antes de partir al exilio en 1974, en ese vuelo Air France. El disco es de Joan Manuel Serrat y lleva por nombre “Dedicado a Antonio Machado Poeta”. Pongo la aguja y salta el primer poema-canción. Todo pasa y todo queda pero lo nuestro es pasar. Digo algunas palabras. Pongo la aguja nuevamente y salta el segundo poema. Vosotras las familiares inevitables golosas/ vosotras moscas vulgares, me evocáis todas las cosas. Y la sala del 4º D se va llenado de una música que aquí no se puede oír porque las clases de música las comanda Lucy Mateluna, una exhibicionista defensora de la dictadura de Pinochet. Una mujer que nos atemoriza con sus himnos.
Diamela, esta vez sentada, escucha la música que aquí no se puede oír.
pero la vida, el tiempo
2 de noviembre de 1983. Guardo dentro de mi morral un cuaderno de tapas duras, de color rojinegro y de orlas doradas que lleva inscrita, con trazos góticos, la adolescente inscripción “Diario de mi vida”. Mis 17 años me absuelven (creo) de este desliz. Hasta ahora no hay nada de mi vida ahí. O sí, sólo que no hay historias de romances adolescentes, sino que letras de canciones que he venido escuchando desde hace algunos años. Un texto de la activista norteamericana Joan Báez cubre la primera hoja.
Pero ahora quiero usar el cuaderno para otro fin, quiero llevarme algo de este liceo además de mi militarizada y limitada educación. El cuaderno va pasando de mano en mano durante las dos primeras semanas de noviembre hasta que el 17 de ese mismo mes llega a la mesa de Diamela.
Diamela escribe:
“Querida Verónica
Después de tres años de crecimiento y más allá de cualquier separación, sé que vas a tener una buena vida, a veces intuyo eso con las personas y esto pasa en tu caso.
Hay mucho más de lo que habría debido hablarles en estos tres años
/ pero la vida/
el tiempo/
te quiere/ Diamela”
Pero la vida, el tiempo.
Diamela sabe por qué ha escrito esto, yo también. Aquí está la respuesta a las preguntas que no hicimos y a las pocas que nos atrevimos a hacer con Alejandra Cortés y Amparo Gutiérrez. Pero la vida, el tiempo responde el enigma de los televisores en blanco y negro del Bellas Artes; a la escritura silenciosa de “Por la patria”; a las páginas jamás comentadas de la revista Hoy que hablaban sobre la distribución de leche en La Granja.
Pero la vida, el tiempo es la respuesta de una artista contemporánea que ha debido desplazarse en un liceo fiscal que en estos días es la representación del espacio público intervenido. Un espacio que ha limitado la expresión de cientos de muchachas y de decenas de profesores y profesoras.
Pero la vida, el tiempo nos volverán a encontrar.
Un taxi en la Avenida Portugal
¿Qué año es éste? Debe ser un año de la segunda mitad de los ‘80. Debo estar en la Universidad Católica, en el Instituto de Letras, estudiando castellano. Debo venir de alguna oficina de la Casa Central de la UC. Así lo creo porque estoy cruzando la Avenida Portugal esquina de la calle Lira. O también puede ser algún año de los primeros de la década del 90, en la Escuela de Periodismo de la UC. Hay algo nublado en esta escena que me hace confundir los años. Debe ser la circunstancia en que se produce el encuentro, o los segundos que dura el cruce de palabras. Ocurre así: alguien grita mi nombre desde la ventana de un taxi, volteo la cabeza, es Diamela Eltit. Hace años que no nos vemos, no sé cuántos Qué estás haciendo? Qué bueno, Cuídate mucho, Linda y el taxi se va y Diamela desaparece hasta no sé cuando. Yo sigo caminado por Avenida Portugal con ese vocativo escolar en la cabeza. Con toda mi cabeza volcada en ese portón de la Avenida Italia y la mujer de pelo corto que nuevamente se acaba de ir.
pero la vida el tiempo, otra vez
Nos volvemos a ver con cierta regularidad, cada dos o tres años, pero tenemos pocas oportunidades para conversar. Por eso una mañana de noviembre de 2003, decido escribirle para exhumar algunos recuerdos. Estos son algunos párrafos de aquella carta escrita como crónica mientras se realizaba un Homenaje a Diamela en La Habana:
“...Mientras se pasea agitadamente entre la escenografía de la sala, pide respuestas. No acepta los “no sé”. En realidad, no tolera los “no sé”. Cuando camina, mira hacia abajo, mira sus pasos y apremia con las respuestas. Lo suyo es gimnasia escolar y literaria. Exige identificar metáforas, hipérboles y todas las figuras literarias que nos ha venido enseñando. Yo siempre estoy preparada. Yo siempre quiero responder...”
“Un año, otro año .. Diamela sigue ahí y es una presencia militar la que nos dejará desnudas por primera vez. A ella le han encomendado una misión y me ha convocado a mí para ejecutarla. Es como si nos hubieran puesto una metralleta encima... Diamela y yo estamos en una pequeña sala del primer piso del liceo, una especie de camarín donde nos alistamos para la representación. Yo estoy aterrada, avergonzada y se lo digo. No quiero leer para la esposa de uno de los cuatro de la Junta Militar. Ella no es él, pero lo representa y afuera hay una tropa de fieles que la espera para las reverencias. Estoy paralizada, pero hay una solo gesto que logra movilizarme. Diamela está igualmente perturbada y me pide –en realidad me exige- que avancemos hacia la representación. La misión es ingenua. Debo leer las cartas que Carmela Carvajal de Prat le escribió en otro siglo a su marido, el marino... Leo como una muñeca a cuerda, no recuerdo ni una sola frase de esas –probablemente- relamidas cartas. Leo, leo y leo hasta terminar, hasta escuchar los aplausos, hasta mirar los aplausos de Margarita Riofrío de Merino, la pequeña mujer de la que sólo recuerdo las perlas que cuelgan de su cuello. Afuera un viejo reportero de la Radio Nacional me asalta y me interroga sobre mi pequeño acto escolar. Otra vez hablo como una muñeca a cuerda. Me pregunta mi nombre, se lo digo y espero que a esa hora de la mañana todas las radios de Chile estén apagadas”.
Hasta aquí estos fragmentos de una estudiante de liceo fiscal de los primeros años 80, pero antes tomo las palabras de Diamela escritas el 17 de noviembre de 1983 y las respondo este martes 17 de octubre de 2006:
No falló tu intuición. He tenido una buena vida, he conocido buenas personas.
...pero la vida
el tiempo
te quiere
Verónica
Verónica San Juan/Machalí 16 de octubre de 2006