Libros quemados, libros redimidos
Tiene que sentarse y poner el oído en el respaldo de la silla, le escucho decir al hombre que está parado en la Galería Concreta del Centro Cultural Matucana 100. Antes he visto las imágenes que se proyectan en el suelo, pero no he sabido qué hacer para continuar viendo (u oyendo) la instalación sonora “Memoria de los libros (Exhumación de una historia)”. En las imágenes he visto las manos de militares que portan libros, luego esas manos los trasladan hasta una fogata. Creo haber reconocido las escenas de la gran quema del 23 de diciembre de 1973, en la Remodelación San Borja. También he visto un grupo de sillas semi reclinadas, envueltas en género blanco.
Sigo la instrucción del hombre, la sigo con el temor de fallar en el intento. Temo que el parlante oculto por el tapiz blanco coincida con mi oído malo. Si es así, pienso, tendré que contorsionarme para escuchar las voces que relatan las historias de mujeres y de hombres que quemaron, enterraron o, en algunos casos, salvaron sus libros y documentos tras el golpe militar del 11 de septiembre de 1973.
Paso la prueba: oído bueno y parlante están conectados.
Escucho la historia de las quemas de fichas de una célula del partido socialista y de la quema de textos sobre salud pública, en la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Escucho decir que el doctor y salubrista, Hugo Behm Rosas no se resignaba a entregar un libro. “Pero si está todo subrayado”, se lamentaba el doctor Behm. Las voces también hablan de pequeñas hogueras privadas, encendidas en los patios de las casas, antes de que llegara una patrulla militar y los textos de sociología, biología o literatura, se convirtieran en pruebas acusatorias. Escucho esto y retorno a mi archivo personal. Vuelvo a ver el pequeño patio del departamento de la calle La Tranquera (la calle de una cuadra que parte en Avenida Vicuña Mackenna y termina en San Camilo). El departamento 2, del edificio Nº 54. Es un patio desordenado, donde hay jabas de madera, algunos maceteros con filodendros y matas de cardenales; la escoba y la pala semi-oxidada, los alambres para colgar la ropa y los perros para fijarla y que no se la lleve el viento hacia los techos del garaje. Es el patio de mi infancia el que veo mientras voy cambiando de silla y escuchando los relatos recopilados por la artista chilena Lorena Zilleruelo.
Recuerdo este patio porque de ahí vi salir humo después del Golpe. Me asomé una tarde y vi a mi abuelo y a mi tía quemando papeles. No puedo decir exactamente qué quemaban; si eran documentos, libros o fotografías. Probablemente era de todo un poco porque Ximena, mi tía, era una activa militante de la Unidad Popular y funcionaria de la Corporación de la Reforma Agraria, CORA.
Los relatos de las sillas son más precisos que mi recuerdo: uno habla de su libro titulado “La revolución industrial”, otro menciona “Las aventuras de Tom Sawyer” y “Sandokán”; y otro habla de sus ejemplares de educación popular de la desaparecida Editorial Quimantú. Una nueva imagen regresa a mi memoria. Esta vez veo el baño del mismo departamento, un baño mediterráneo, con piso de baldosas negras, tina honda y bidé. En esta imagen entro al baño y veo el bidé lleno de cenizas. Otra vez han estado quemando papeles. Sólo recuerdo esta escena, pero es probable que haya ocurrido varias veces, mientras yo permanecía en la escuela.
Pero hubo libros que mi familia no sacrificó. Mi padre guardó sus mini-libros de la Editorial Quimantú y me los heredó en 1977, antes de partir a Estados Unidos. De esa serie leí “El fantasma de Canterville”, cuando María Graciela Quezada, mi profesora de castellano en el séptimo B, lo pidió como lectura obligatoria el invierno de 1978. De esa misma colección leí “Las aventuras del Salustio y el Trubico (Chascarros)”, las historias de dos entrañables maestros mentirosillos, escritas por Alfonso Alcalde y que no estaban (imposible que estuvieran) en la nómina de lecturas del Ministerio de Educación.
Protegí por años esa colección salvada pro mi padre; la guardé hasta 1989, cuando supe de Lalo Cruz Poblete. Lalo estaba desahuciado, tenía cáncer y su madre, doña Elena Poblete, pedía libros para que su hijo pudiera pensar en otra cosa que no fuera en su muerte. Empaqueté mi colección leída y se los envié con su tía Elba Cruz, a su casa de Linderos. No sé qué fue de aquellos mini-libros después de que enterraron a Lalo, pero hace cinco años pensé que era bueno reconstruir esa herencia paterna y comencé a buscarlos en ferias y tiendas de textos usados. Mi amigo David me iría ayudando en esta obsesión En las caminatas nos fuimos dando cuenta que muchos lectores (como mi padre) se habían aferrado a sus mini-libros y no los habían quemado ni enterrado ni enviado por el tubo de un incinerador. Aparecían fácilmente en cajas y repisas, casi siempre a 500 pesos. Nos fuimos topando con “El hombre del millón”, “Espuma y nada más (cuentos de Colombia)”, “Tom Sawyer detective” (Mark Twain), “Mario el hipnotizador” (Thomas Mann), “Aventuras de un fanfarrón” (William Thackeray), “Reunión” (Julio Cortázar), “Una chica de la calle” (Stephen Crane), “Mister Jara (Gonzalo Drago), “24 horas en la vida de una mujer” (Stefan Zwig), “Banda del pueblo” (José de la Cuadra)... En la tienda de antigüedades Traslapuerta de Valparaíso encontré “Los siete ahorcados” (Leonidas Andreiev) y en una caminata solitaria por la feria de antigüedades de Viña del Mar hallé “Noches blancas” (Fedor Dostoievsky). “El diablo en el cuerpo” (Raymond Radiguet) lo atrapé en un caja de cartón el 5 de febrero del año 2005, en la Feria del Libro Usado de la Universidad Mayor. Quedé tranquila cuando encontré “El fantasma de Cantervillle” y “Las aventuras del Salustio y el Trubico”.
Aún faltan unos pocos para completar la colección, pero las dos piezas principales de la herencia ya están en su lugar.